Escribe un relato sobre el término «Ananomalia»
Aniceto era especial. Uno de esos hombres de los que se podía decir que, tras su nacimiento, rompieron el molde.
La originalidad en Aniceto era inherente, endémica, intrínseca. Cualquiera que lo viera andando por la calle era capaz de apreciar en él la anomalía. Entendiendo como tal la particularidad inexplicable del individuo. El hecho verdaderamente diferencial.
Su forma de vestir, de moverse, de expresarse, de relacionarse con los demás, llevaba siempre, inexorablemente, a la sorpresa ajena, cuando no a la vergüenza ajena.
La vida de Aniceto se había visto siempre rodeada de equívocos… y no es que él los buscara, es que era así.
Aceptar ese hecho había llevado a sus progenitores al borde de la depresión y a los múltiples psicólogos que lo trataron al los límites de la desesperación. Cualquier interacción que se tuviera con Aniceto corría el peligro de desembocar en un descarrilamiento de emociones.
Pero no se equivoquen, Aniceto no era tonto, mas bien lo contrario. En sus estudios, si bien no destacó por su brillantez, se mantuvo en la parte superior del arco. Sus notas oscilaban entre el notable alto y el sobresaliente que, en ocasiones, recibía por la originalidad de sus planteamientos.
Motivo de conversación, Aniceto era uno de esos recipientes de anécdotas que alumbraban las tediosas tardes en las tertulias. Seguido de las palabras “Conocí a un tipo que…” se construía un relato que, inevitablemente, dejaba sorprendidos a los oyentes.
Pero Aniceto no era feliz.
Y no es que no estuviera en perfecta armonía con su forma de ser. Su autoafirmación personal era a prueba de cañonazos. Hacía ya mucho tiempo que, ajeno a su entorno, Aniceto aceptó su inapelable diferencia como algo bueno. Se sabía anormal en el buen sentido de la palabra, en el estricto derivado etimológico, es decir, fuera de la norma, alejado enormemente de la media. Y no le importaba lo más mínimo.
Lo que le torturaba en realidad a Aniceto es que por más que buscaba en el diccionario un término que lo definiese, era incapaz de encontrarlo.
“Original” era una palabra que describía a su persona en referencia a lo sólidamente establecido, pero no daba pistas acerca de la relación del hombre con su comportamiento. De hecho, conocía mucha gente que “por hacerse el original” se sumía en los más llamativos ridículos. No era su caso, el “no se hacía nada”, él era, simplemente, así.
Con “diferente”, pasaba lo mismo. Aniceto se sabía diferente, pero era consciente de que en muchas ocasiones la “diferencia” llevaba adherida el sufrimiento del que deseaba llevar una vida tranquila. ¡Cuántas veces había visto a personas sufrir por ocultar la diferencia! ¡Que torturas se autoinfligían los que deseaban que su diferencia fuera aceptada como normalidad! No era eso lo que el sentía. A él todo eso le traía sin cuidado, de hecho, casi que se sentía orgulloso de no parecerse a nada antes visto.
La felicidad alcanzó a Aniceto cuando, en un mercadillo, se interesó por un diccionario de esperanto, idioma que, igual que él, era profundamente raro. Compró el librito y, frente a un café con leche de cabra, pues hasta en eso Aniceto era irremediablemente distinto, encontró el término perfecto: Ananomalia.
El prefijo “an”, negación de todo lo que le seguía, era la clave de su alegría. Se sabía anómalo, extraño, diferente de forma peyorativa, pero le daba igual. A Aniceto sus peculiaridades le daban “an”.