Living LAT

Lavinia y Sigfredo eran el paradigma de matrimonio estándar. Acababan de cumplir veinte años de matrimonio y su relación empezaba a deslizarse por la suave pendiente de la indiferencia. Con 18 años su único hijo se había ido a estudiar a Inglaterra y enfrentaban una situación desconocida hasta entonces, ya que la crianza del muchacho les había ocupado casi todo su tiempo.

Retomar las amistades de juventud había sido un experimento con resultado dispar. Algunos de sus amigos, con varios hijos, aún estaban acometiendo la tarea de desbravar adolescentes e incluso niños. Otros, simplemente, habían desaparecido de la faz de la tierra, de tal manera que la disponibilidad de los antiguos camaradas para
matar las horas de tedio, no parecía presentarse como una solución viable.

La oportunidad se presentó de forma inopinada cuando Marcela, madre de Lavinia, decidió marcharse al otro barrio aquejada de una neumonía agravada por un EPOC mal diagnosticado. Tras los duelos, Lavinia, que era hija única, heredó el pisito que habitaba su madre a escasos doscientos metros de su casa.

Después de recoger los efectos de Marcela y donar o distribuir la ropa de la anciana, el piso quedo mas o menos preparado para ser habitado de nuevo. En un principio pensaron en alquilar el inmueble para obtener de él alguna rentabilidad, pero lo cierto es que el pisito necesitaba una buena reforma y la situación económica del matrimonio no les permitía meterse en aventuras. Quedó pues el piso vacío a la espera de que llegaran tiempos mejores o pudiera, tal cual, venderse a alguien que no tuviera inconveniente en acometer una obra.

El piso no tenía fácil venta, y transcurridos unos meses, una ola de okupaciones asoló el barrio. Amparados por unas leyes incomprensibles, los amigos de vivir en casas ajenas sin coste para sus bolsillos, empezaron a limitar la oferta inmobiliaria de la zona y a aportar ese plus de mal ambiente que ahuyentaba a los posibles compradores. Lavinia, con razón, empezó a preocuparse por el pisito de su madre que, al ser un bajo, tenia todas las papeletas para ser okupado por la chusma.

Una tarde propuso a Sigfredo que ocuparan intermitentemente el piso para que los ojeadores no dieran por hecho que estaba vacío. Sigfredo alegó que ir al piso de su suegra para dejar abandonado el propio era una solución bastante absurda, algo que Lavinia no tuvo más remedio que admitir. Así que tras discutirlo quedaron en que Sigfredo daría “vueltas” al piso al volver del trabajo y encendería y apagaría luces para dar sensación de ser una vivienda habitada.

Sigfredo empezó a acomodar el piso para sus breves estancias en él. Llenó la nevera de cerveza, compró algunos aperitivos y se adueñó del sofá del salón y el televisor.

A partir de ese momento ya no hubo vuelta atrás.

Poco a poco, Sigfredo fue pasando más y más tiempo en el apartamento. Llevó sus herramientas y sus hobbies al piso de su suegra instalando en uno de los dormitorios un tallercito, algo que Lavinia acogió con entusiasmo ya que los «trastos» de Sigfredo le impedían tener la casa como a ella le gustaba.

Disponer del televisor para ella sola y no tener que recibir a los amigotes de Sigfredo durante los partidos de la Eurocopa fue otra cosa que gustó enormemente a Lavinia, y la relación con su marido, exenta de las murrias y discusiones cotidianas por el disfrute de las zonas comunes, mejoró hasta un extremo que le hizo replantearse la necesidad de vender el piso.

Al llegar el verano Sigfredo se mudó al apartamento para dormir. Lavinia, que estaba siempre aquejada de calores, pasaba las noches encima de la cama y con el ventilador de techo encendido, Sigfredo, que tendía a pasar frio continuamente, llevaba mal lo de dormir bajo una ventolera. Una vez más, un conflicto domestico quedó resuelto por el apartamento.

En agosto se fueron juntos de vacaciones y a su regreso Sigfredo planteó la posibilidad de vivir separados y verse únicamente para comer, cenar, dar un paseo por la tarde y otras cosas que se terciaran. Lavinia, que había disfrutado de las ventajas de una soltería sin soledad, estuvo de acuerdo.

Y así, sin darse cuenta, entraron a formar parte de ese 13% de parejas que optan por el modelo LAT, y, hasta la fecha, parece que les funciona muy bien.

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