Post scriptum

Escribe un relato inspirado en las palabras «post-scriptum»


Toda la familia que le quedaba a Leónidas McLiar estaba reunida en el vetusto despacho del Alfred Highman, de Higman&Higman, para proceder a la lectura de su testamento.

En el sofá de estilo victoriano un hombre grueso, de unos cincuenta años, pelirrojo y con la cara llena de pecas, respiraba pesadamente tras haber hecho el esfuerzo de subir por las escaleras los tres pisos que separaban el bufete de la popular Avenida Preston. A su lado una señora algo mayor que él, de unos sesenta y muchos, enjuta y bien vestida, repasaba con sus nerviosas manos los pliegues de su larga falda de lana. El era Henry y ella Victoria, hijos de una hermana del difunto.

Distribuidos por las demás sillas había media docena de personas de diferentes edades y aspecto más o menos cuidado que, pese a ser hijos de primos hermanos de Leónidas, habían sido también citados a la lectura para disgusto de Henry y Victoria.

El señor Higman, parapetado tras unos gruesos impertinentes centrados en su redonda y lampiña cara, pidió silencio y se dispuso a dar lectura a la ultima voluntad del señor McLiar, ante la expectación de los concurrentes.

Leónidas McLiar había hecho una fortuna gracias a una vieja mina que adquirió por un precio irrisorio, ya que la daban por agotada, en la que halló una importante veta de uranio. La guerra fría disparó el precio del metal y el aventurero escocés se vio, de la noche a la mañana, hecho un potentado.

Haciendo honor a su origen, McLiar acumuló las ganancias sin permitirse lujos ni excentricidades. Las gestionó con prudencia y creó su pequeño imperio. Nadie sabía lo que tenía, pero se especulaba con que era una cantidad obscena de libras esterlinas y una colección de acciones de diversas compañías, que, a buen seguro, constituía por sí misma otra abultada fortuna. De ahí la razonable expectación que invadía a los presentes.

El testamento empezó con un reproche del difunto a los miembros de su familia por haberlo dejado sólo los últimos años de su vida. En su larga enfermedad, habría agradecido la compañía de alguno de los sobrinos allí presentes para hacerle más llevadera la tediosa tarea de morirse.

Después, a lo largo de cuatro folios, Alfred Higman, siguiendo las instrucciones de McLiar, fue detallando todos los bienes que constituían la herencia. La lista era verdaderamente impresionante.

Al terminar la descripción de sus bienes, un único párrafo resolvía la herencia:

Lego la totalidad de lo expresado en este testamento a Sally “piernas-largas” Donovan, meretriz del establecimiento: “La bombonera de plata”, por haberme proporcionado los últimos placeres que tuve en vida.”

Y añadía al final:

“Post Scriptum: Haber venido a verme.”

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