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En la estación de las tormentas, el faro solía quedarse aislado.
Desde que la vieja pasarela, quemada por un rayo, se vino abajo, cada vez que se cernía una galerna sobre el pueblo la gente miraba al faro con angustia.
Jonás, el viejo farero, tenía previstas provisiones para dos o tres días, pero la feroz tormenta llevaba ya cinco días asolando la costa.
María, la hija de Jonás, y Pedro, su prometido, acudían todas las tardes al acantilado para ver si la luz del faro seguía encendida. Sin forma de llegar hasta el islote, o comunicarse con la pétrea casona, la única señal de que Jonás seguía vivo era que el faro alumbrase. Si había luz, había esperanza.
– Mañana, si ésto no cede, tendremos que hacerlo – dijo Pedro
María guardó silencio. Le atenazaba el miedo de la elección. Por una parte sabía que su padre no aguantaría mucho más, que era necesario aprovisionarlo, que si el faro se apagaba habría naufragios… pero también sabía que acercarse al faro con el mar así era una locura. Una aventura que tenía muchas posibilidades de terminar en tragedia.
– Voy a hablar con Lucas y con Mateo – dijo Pedro sin ocultar su preocupación -, si me la voy a jugar, mejor que sea con ellos.
– ¡Es una locura! – dijo María angustiada.
– Si, pero no nos queda otra. Necesitamos a tu padre y al faro.
Pedro conocía bien esas aguas. Eran particularmente difíciles cuando arreciaba el viento. La configuración de la costa arrastraba a los barcos hacía los acantilados y el mar se hacía intratable. No había vela que aguantase ese castigo.
Media milla separaba el faro de la costa por la parte navegable, pero para acceder al él en esas condiciones tendrían que adentrarse en el mar más al oeste y jugar con el impulso de la marea para llegar al peñón por su cara norte. Allí una pequeña cala, al abrigo de las inclemencias, permitiría descargar la chalupa.
– Con un poco de suerte – dijo Pedro -, saliendo por cala Blanca, llegaremos al faro sanos y salvos.
– ¿Como sabré que habéis llegado? – dijo María.
– Seguramente tendremos que hacer noche el el peñon, si es así saldré al anochecer con una linterna para que sepas que estamos bien.
– ¡Me da mucho miedo!
– A mi también María, pero es nuestra responsabilidad…
En silencio, inmersos en sus propios temores, regresaron a la aldea.
– Voy a hablar con Lucas y con Mateo, luego iré a preparar la barca– dijo Pedro.
– Yo voy a reunir las provisiones – contestó María –, ven a cenar a casa y tranquilizas a mi madre.
– Nos vemos a las ocho
Se despidieron con un breve beso. Tenían muchas cosas que hacer.