Jacinto llegó a casa cuando ya había anochecido.
Colgó el abrigo y el sombrero en el perchero y se dirigió a la cocina para prepararse una cena frugal. Mañana, pensó, terminaré la novela.
Tras la cena estuvo un rato leyendo en la salita, en su butaca orejera de pana marrón. Cuando empezó a vencerle el sueño, se fue a la cama no sin antes tomarse sus pastillas.
A la mañana siguiente, tras un sueño reparador, se levantó optimista. Preparó una cafetera y se tomó el primer café del día. El primer café del día era el mejor, el que sabía a gloria, el que llegaba hasta las entrañas.
Tras el desayuno se dirigió al despacho y se puso ante el ordenador. Lo encendió, esperó pacientemente a que estuviera listo y abrió su procesador de textos.
Cargó en él lo que había escrito el día anterior. Repasó la gramática, elimino repeticiones y dejó los párrafos necesarios para contar la historia. Con cierta frecuencia, mientras escribía, se perdía en digresiones que luego tenía que borrar.
Alcanzar el equilibrio entre lo que había que contar y lo que había que dejar a la imaginación del lector, no era fácil. Solo los grandes maestros eran capaces de decir mas con lo que no contaban que con lo que escribían.
Una vez hubo pulido el capítulo precedente, introdujo un salto de página y se puso ante la hoja en blanco.
Cuando empezó la novela tenía una idea mas o menos clara de lo que iba a escribir, de como eran sus personajes, de cuales eran los acontecimientos principales de cada trama… pero conforme iba escribiendo, la novela cobraba vida. A estas alturas ya se le había ido totalmente de las manos.
Cada vez que se ponía con un personaje, éste hacía, literalmente, lo que le venía en gana. No es que Jacinto no estuviera tecleando la historia, es que los personajes le susurraban al oído lo que tenía que escribir de ellos. Así, capítulo tras capítulo, sus personajes se relacionaban unos con otros de las formas mas variadas. Habían reído y llorado juntos, se habían jurado amistad eterna durante una copiosa cena tras la derrota del malvado dragón, se habían separado y vuelto a reunir varias veces, se habían enamorado, habían roto sus corazones…
El héroe había pasado por muchas vicisitudes. Había tenido que abandonar su cómoda existencia, superar enormes obstáculos, hacer amigos, sobrevivir a traiciones y replantearse sus filias y sus fobias. Se había perdido en selvas frondosas, había atravesado áridos desiertos, escalado nevadas montañas, vadeado caudalosos ríos, circunvalado ardientes volcanes… Al principio odiaba a los elfos, pero acabó enamorándose de una bella guerrera elfa que, en cierto capítulo, le salvó la vida. La elfa había muerto en sus brazos tras correr con él y otros personajes mil y una aventuras. El héroe en el momento de sentarse Jacinto a escribir, estaba desolado.
De hecho, en el capítulo anterior estaba ya de regreso a casa decidido a dedicar el resto de su vida a cuidar de su huerta y ver los atardeceres desde el porche de su casa.
Pero no podía ser tan fácil.
En el camino de vuelta el héroe decidió, ante los atónitos dedos de Jacinto, meterse por un sendero que cruzaba el bosque. Sin saber cómo empezaron a aparecer bandidos, ruinas míticas, animales salvajes, un tesoro oculto, un muchacho joven, hijo de un labrador de la zona, que quería ser caballero…
Jacinto pasó el resto de la mañana tratando de reconducir sin éxito a sus personajes, llevándolos de un sitio a otro, haciendo que una nueva trama surgiera de los diálogos entre el muchacho y el héroe. En dos o tres horas ya habían contactado con Jacinto tres personajes nuevos que deseaban fervientemente tener su pequeño o gran papel en la historia.
A la hora de almorzar dejó de escribir. Guardó la novela en el disco duro y se dijo a si mismo que esa tarde sin falta el héroe saldría del bosque y retomaría el camino a su hogar.
Comió el menú del día en una cafetería que estaba a cinco minutos de su casa. Allí coincidió con otros vecinos que acudían diariamente a disfrutar de los platos que preparaba Virginia, la cocinera del local. Como ya se conocían de tantas veces, se sentaron en una mesa larga y se dedicaron a ponerse al día de lo acontecido en sus respectivas vidas.
Para Jacinto, ese rato escuchando a los otros comensales, era una bendición. A veces, de la conversación, salían ideas para futuros libros. Otras veces, la charla intrascendente, le aportaba el sosiego de la desconexión con su trabajo. Jacinto disfrutaba mucho de la comida y de la breve sobremesa, ya que muchos contertulios tenían negocios que atender y no podían prolongarla.
Regresó a casa dando un rodeo para bajar la comida. Al llegar, durmió una ligera siesta y, al despertar de ella, se tomó su cuarto café.
Volvió al despacho, al ordenador y a manejar los hilos de sus personajes en función de lo que le iban pidiendo. Al final el héroe encontró el tesoro, mató a su guardián (que era una bestia mitológica) y lo compartió con el muchacho que quería ser caballero pero no tenía dinero para ir a la capital a estudiar.
A media tarde el héroe regresó al camino y a su ensoñación de hortalizas y atardeceres.
Entumecido por las horas que había pasado frente al ordenador, Jacinto se levantó y tras guardar el trabajo y apagar la máquina, salió a dar una vuelta por el parque.
Una vez en el parque se dejó caer en la contemplación de los árboles y las flores que, en el atardecer, adquirían misteriosas formas. Al pasar cerca de un seto de damas de noche se detuvo a aspirar el perfume. Dejó que la brisa refrescase su rostro, pues con la caída del sol, la temperatura bajaba rápidamente.
Cuando las farolas del parque empezaron a iluminarse, regresó a su hogar.
Jacinto llegó a casa cuando ya había anochecido.
Colgó el abrigo y el sombrero en el perchero y se dirigió a la cocina para prepararse una cena frugal. Mañana, pensó, terminaré la novela.