El suspiro

Escribir un relato que empiece por la frase: «El bibliotecario escuchó un suspiro…»


El bibliotecario escuchó un suspiro.

Se sorprendió porque a esa hora no tenía que quedar nadie en la biblioteca.
El recinto estaba cerrado desde las nueve y media y ya habían pasado las diez.

Como cada noche, Jacinto se había quedado a recoger y ordenar los libros que los usuarios dejaban en las bandejas de devolución y a preparar el local para que las limpiadoras pudieran, al día siguiente, hacer su trabajo sin entretenerse. Ponía las sillas boca abajo encima de las mesas y recogía y guardaba los objetos que eventualmente se dejaban olvidados los lectores.

Se acercó con curiosidad al lugar de donde había salido el suspiro. Al asomar la cabeza tras una estantería, vió como en una de las mesas del fondo estaba sentada una jovencita con un libro abierto y un montón de papeles desordenados a su alrededor. Estaba muy concentrada tomando notas.

Conforme se iba acercando a ella pudo apreciar la belleza de la chica. Debía tener unos diecisiete o dieciocho años, una corta melena castaña coronaba un cuerpo menudo y bien formado. Tal vez no era lo que se dice «un bellezón», pero era bonita y de aspecto agradable.

La estudiante, se sobresaltó al levantar la vista y ver al silencioso bibliotecario frente a ella.

– No se asuste, señorita – dijo Jacinto en voz baja (fruto de la costumbre de trabajar en la biblioteca) – pero la biblioteca ya ha cerrado.
– No puede ser – dijo ella mirando su reloj de pulsera – ¿las diez ya?. Me he despistado totalmente.
– No se preocupe, recoja sus cosas y la acompañaré para abrirle la puerta.
Sin dilación, la joven empezó a agrupar los papeles que tenía esparcidos por la mesa para meterlos después en una carpeta de cartón azul que guardó en su mochila. En el estuche de los bolígrafos estaba bordada primorosamente la palabra «Sofía».

Cerró y depositó el libro en la bandeja de devoluciones y le dijo al bibliotecario:

– Cuando usted quiera.

Camino de la puerta, Jacinto le dijo a Sofía:

– Parecía usted muy concentrada…
– Si, es que mañana tengo un examen y había un tema que se me estaba resistiendo.
– ¿Ha podido hacerse con él?
– Si, ya casi lo tengo dominado, gracias.
– Me alegro – dijo Jacinto mientras abría la puerta de salida.

Al salir, la chica dejó un tras de sí un agradable aroma a bergamota.
Jacinto cerró la puerta y continuó con su rutina.
Cuando llegó a la mesa donde había estado sentada Sofía se dio cuenta de que la estudiante se había dejado un bolígrafo en ella. Era un bolígrafo bic de color azul que ya estaba medio gastado. Jacinto metió el bolígrafo en una bolsita de plástico y le pegó una etiqueta. En ella escribió «Sofia» antes guardarlo en la caja de objetos perdidos. Terminó su trabajo y se marchó a casa.
A la mañana siguiente, al llegar a la biblioteca, encontró esperando en la puerta a un hombre mayor, envuelto en un viejo abrigo azul, con un ramito de flores en la mano.

– Buenos días – dijo Jacinto – ahora mismo le abro.
– Gracias, pero no vengo a la biblioteca – contestó el anciano -, me pregunto – añadió – si me permitiría dejar estas flores en el mostrador…

Jacinto se quedó un poco sorprendido, pero la mirada suplicante del anciano torció su voluntad.

– Por supuesto… creo que tengo un jarroncito en alguna parte. ¿Puedo preguntarle porqué quiere dejar las flores?
– En recuerdo de mi hija. Ayer hizo cinco años que murió. La atropelló un conductor borracho cuando volvía a casa de la biblioteca. A ella le gustaba mucho este lugar y venía casi a diario. Este es un pequeño homenaje que le hago.
– Lamento su perdida – dijo jacinto cogiendo las flores -, las pondré enseguida en agua.
– ¿Me dejaría poner tambien una fotografía suya junto al jarrón?. Vendré mañana a recogerla.
– Por supuesto. Yo me encargaré de que nadie la toque.

Cuando el anciano le entregó la foto, a Jacinto le dio un vuelco el corazón. Era una foto de Sofia.

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