Un ruido metálico, lejano, apenas audible, como el que hace una herramienta cuando se le cae a alguien de la mano, sacó a Pavel Soliokov del inquieto sueño en el que se hallaba sumido. Se incorporó de golpe con el corazón acelerado y aguzó el oído.
El despertador marcaba las tres de la madrugada.
Sin pensárselo dos veces, saltó de la cama, metió los pies en sus katiuskas y se envolvió en la gruesa bata de lana que reposaba en una silla junto al catre.
La luz de la luna se filtraba por el ventanuco del cuarto iluminando suavemente la habitación.
Se dirigió al armario ropero, abrió despacio la pesada puerta de roble y sacó de él una vieja lúpara, de cañón corto, que había adquirido en el mercado negro hacía cosa de un mes. Comprobó que estaba cargada, metió un puñado de cartuchos en el bolsillo derecho de la bata y se escondió en el hueco que quedaba entre el armario y la pared. Protegido por el ropero, asomando una parte ínfima de su enjuto cuerpo, podía ver la puerta.
Hacía frío, un frío desagradable y húmedo, de ese que se mete entre los huesos sin que puedas hacer nada por evitarlo, pero Pavel estaba acostumbrado a esa sensación. Durante los años que convirtieron al hijo de un granjero en un duro soldado de Operaciones Especiales, pasó mucho frío.
Unos pasos lentos y sigilosos que no podían evitar, de vez en cuando, hacer crujir la tarima del pasillo se acercaban a la habitación.
Pavel notó como se secaba boca al tiempo que se apoderaba de su estómago una incómoda sensación que fluía hasta su garganta. Era miedo, una sensación a la que Pavel también estaba acostumbrado. Su instructor en el FSB, el sargento Kolianosky, les decía siempre que el miedo era bueno porque evitaba que uno hiciera tonterías.
Un hilo de luz se dibujó bajo la puerta. Pavel apretó los dientes. Pasaron unos angustiosos segundos antes de que, lentamente, empezase a bascular la manija.
Tratando de controlar su pulso, apuntó el arma.
Poco a poco, como a cámara lenta, se fue abriendo una rendija por la que se colaba la luz de una linterna. En el vano de la puerta se recortó una silueta oscura. La linterna y una pistola coronada por un largo silenciador, apuntaron a la cama de Pavel.
Dominado por el mas poderoso de los instintos, Pavel apretó uno de los gatillos. Mientras salía despedido hacia atrás, quienquiera que fuese el que había abierto la puerta, soltó la linterna y realizó un disparo que se incrustó en el techo.
Pavel salió de su escondite, asomó la escopeta al pasillo y disparó el segundo cartucho contra la sombra que se arrastraba por el suelo. Entró de nuevo en la habitación, recargó la lúpara y asomó cautelosamente la cabeza esperando encontrarse con otro tirador.
No vio ni escuchó nada.
Cuando estuvo razonablemente seguro de que estaba a salvo, encendió la luz y se acercó al cuerpo que yacía inerte, en una postura ridícula, sobre un creciente charco de sangre.
Pavel estudió el cadáver. En la mano derecha, la que empuñaba la pistola, junto a los nudillos, tenía tres dedos con una calavera tatuada, una por cada asesinato cometido, pensó Pavel. No sin esfuerzo dio la vuelta al cadáver para que quedase mirando hacia arriba. Desabotonó la ensangrentada camisa y observó los tatuajes del pecho. Verificó lo que ya sospechaba, era un asesino de la Solntsevskaya, la mafia que operaba en la zona.
Pavel sabía lo que significaba eso. Le habían descubierto. Sólo podía poner tierra por medio.
Entró en la habitación se vistió rápidamente, metió en una bolsa algo de ropa. Cogió el dinero que guardaba en una lata dentro del horno de la cocina y abandonó la cabaña para adentrarse en el bosque.
En dos horas, si todo iba bien, llegaría al pueblo a tiempo para coger el autobús de Petchory, de ahí a Estonia había un paseo, y una vez en Estonia ya vería… desde Tallín salían ferris a Helsinky, y desde Finlandia podría volar a España o a Francia.
No le sobraba el tiempo, tenia que darse prisa.