La Patrulla

Cinco palabras: Desesperación, Incas, Amistad, Canto, Jinetes


Juan de Nogales echó pié a tierra.

La patrulla de aguerridos jinetes había pasado tres días persiguiendo a los Incas rebeldes por los estrechos cañones de Vilcabamba.

Desde que los de Alvarado se habían enfrentado a Pizarro, todo era un caos.
Lo que empezó siendo una relación de sincera amistad se había convertido en algo que amenazaba con desatar una contienda civil. Era necesario encontrar a los fugados y hacerlos cautivos, pues si se hacían fuertes en las montañas se iba a derramar mucha sangre.

La desesperación es un sentimiento muy peligroso. Los animales acorralados mueren matando, y los hermanos Alvarado ya habían cruzado todas las líneas posibles. Ahora eran buscados por traición a la Corona, esta persecución en la que andaban el de Nogales y sus jinetes no presagiaba nada bueno.

—Descansaremos aquí —dijo a sus hombres, la primera guardia la hará Bernardo, las otras tres las echaremos a suertes.

Uno a uno fueron desmontando sus hombres. Mientras estiraban sus entumecidos músculos y descargaban la impedimenta, Bernardo se acercó a Juan.

—Mi sargento, estos habrán ido a pedirle protección a Atahualpa.

—Seguramente, Bernardo, y si es así estamos listos.

En ese momento, una especie de canto proveniente de la espesura empezó a resonar en el valle.

Juan no dudó un segundo.

—!A las armas!

Apenas había subido al caballo, un grupo de indígenas invadió el claro gritando como locos. La sorpresa les duró poco, el agotador entrenamiento con el que Juan martirizaba a diario a sus hombres surtió el efecto deseado. Sin pensar, como autómatas, los hombres del de Nogales se aprestaron a la lucha. Espalda contra espalda hicieron frente a la emboscada lanzando feroces cuchilladas contra todo lo que se moviera. A los diez minutos los asaltantes se daban a la fuga.

—¡Novedades! —gritó Juan.

—Han herido a Alonso y a Pedro, y han muerto tres porteadores — contestó una voz.

—¿Podéis montar?

—Sí mi sargento, contestaron dos voces.

En el suelo yacían una docena de enemigos, unos muertos, otros agonizando y un par de ellos con heridas bastante graves.

— Traedme alguno que pueda hablar —ordenó Juan.

Ayudado por el intérprete, Juan supo por boca de un herido que los de Alvarado estaban ya bajo la protección de Atahualpa y que se habían hecho fuertes en la capital del reino de Vilcabamba.

Tras unos minutos de reflexión Juan decidió que la información era lo suficientemente relevante como para regresar a Cuzco.

Tras enterrar a los porteadores muertos la partida, con el de Nogales al frente, empezó a desandar el camino.

Esta entrada fue publicada en De palabras. Guarda el enlace permanente.