Los perros estaban enloquecidos. No dejaban de ladrar.
Una niebla espesa y fría envolvía a la partida. Los hombres caminaban en silencio. El aroma insano y salobre del pantano se colaba en los fatigados pulmones.
Las sombras de los árboles se alargaban sobre el camino. Caía la luz, Estaba anocheciendo.
No era la primera vez que desaparecía una novia en la comarca, pero esta vez era la hija de los Wilson, una familia muy querida.
Dos días de intensa investigación habían arrojado una pista fiable.
Se formó la partida de voluntarios y se adentraron en el Bayou.
Llegaron a la casucha con los últimos rayos de sol.
— ¡Echadla abajo! — dijo el alguacil señalando a la entrada.
La puerta cedió al primer golpe.
La amarillenta luz de las linternas iluminó el polvoriento salón. Una atmósfera densa aceleraba el pulso de los hombres y secaba sus gargantas.
Sobre el sucio sofá, hecho un guiñapo, había un traje de novia. Todo presagiaba lo peor.
Cuarto por cuarto, escopeta en mano, conteniendo la respiración, fueron registrando la casa.
En el jardín, los perros ladraban nerviosos.
— ¡Jefe! — gritó una voz — ¡En el dormitorio!
Uno de los hombres salió de la habitación a toda prisa aguantando las arcadas.
El alguacil recorrió el pasillo a grandes zancadas para darse de bruces con una escena dantesca. En la vieja cama, sobre un charco de sangre seca, desnuda y medio descuartizada, estaba Lucinda Wilson.
En un baúl encontraron dos trajes de novia más y en el sótano, colgando de las ennegrecidas vigas, había restos humanos.
Harry Carson, el dueño de la casa, debía haber escapado, pero no andaría muy lejos.
Salieron al jardín en silencio. Los hombres se miraban unos a otros sin articular palabra.
La sombra del alguacil se recortó contra la puerta. En su mano derecha llevaba una mugrienta chaqueta. Se la lanzó al perrero para que la oliesen los sabueso.
En medio del espeso silencio, sólo roto por el nervioso ladrido de los perros, tronó la voz del alguacil.
— Lo quiero muerto. ¿Entendido? ¡Soltad a los perros!