Erase que se era

Había una vez, en un lejano reino, tras siete montañas y siete ríos, en una pequeña comarca de un ducado inmenso, un reducido sindicato de escribidores que solían reunirse en un recóndito paraje a intercambiar escritos.

El lugar en cuestión, una pequeña taberna apenas distinguible entre la espesa flora de un bosque cerrado, servía cerveza fría y — si acaso — algunas ricas viandas de la zona.

El sindicato, variopinto donde los haya, acogía a un noble artesano de libros y miniaturas, un retratista, un viejo soldado, una domadora de perros, una colorida hechicera… de vez en cuando se sumaban amigos procedentes de tierras almendradas, o playas lejanas y aportaban también sus brillantes reflexiones a la comunidad.

En esa época feliz, el sindicado paliaba los calores del incontinente verano, entre risas y bromas, haciendo aportaciones sobre lo que debería escribirse para la próxima reunión. Nunca eran temas fáciles, razón por la cual se daban siempre una semana para meditar sobre sus creaciones.

Y así transcurría dulcemente el tiempo entre el alborozo de la vendimia, el amarillear del trigo y el misterioso movimiento de los girasoles.

Sin embargo, un día aciago, el duque enloqueció y se puso a hacer leyes y decretos a lo loco.

Por alguna razón que nadie acertó a entender, retiró de la circulación las coloridas corbatas que con tanto donaire lucían los lugareños, ordenó que la temperatura subiera en los comercios y los hogares (como si eso fuera posible) y dictó toda suerte de normas que afectaban tanto al idioma como a la Historia, se enemistó con los vecinos, hizo concesiones a ciertos condados en detrimento de otros… sumió al ducado en un caos que terminó afectando también a la pequeña comarca.

Colorina (la hechicera) decidió tomar cartas en el asunto. Reunió a los escribidores en la escondida taberna y tomó la palabra.

— Queridos escribidores todos: hemos de analizar la situación en la que nos hallamos y la deriva derrotera de los acontecimientos venideros. Algo habremos de hacer para evitar los inciertos futuros que nos aguardan.

Los escribidores asintieron con la cabeza.

— Debemos crear un grupo que se oponga tenazmente a esta locura y aportar sosiego a los aldeanos y a nuestras sufridas almas—continuó la hechicera.

— No parece lo dicho mala idea — dijo el artesano — pero, ¿has pensado como hacerlo?

— Secundo la pregunta de Sir Francis de la Oliva, dijo el viejo soldado. Yo apenas soy capaz de sostener mi lanza y no me veo embarcado en gloriosas hazañas militares.

— Y mis perros están viejitos — dijo Lady hierbabuena — no se si podrán roer ajenos tobillos con la eficacia de antaño.

— A mi no se me ocurre idea alguna — añadió Don Juan, Barón de Cabras — mi oficio poco aporta al combate y la rebelión.

— No hablo de verter sangre propia o ajena — dijo la hechicera — lo que quiero formar es una compañía, pero de teatro.

Se hizo un pesado silencio entre los escribidores.

— Pero Colorina — dijo el soldado — Yo no tengo experiencia en esas artes… y mi memoria flaquea con el paso de los años. No se si seré capaz de memorizar los diálogos como hacen los comediantes.

— No hay excusa que valga — contestó Colorina — teniendo un apuntador todo funciona.

— Me pido apuntador — se apresuró a decir Sir Francis.

— ¡Cachis! — dijo Don Juan — se me ha adelantado vuecencia, Sir Francis.

— Lady Yerbabuena — dijo Colorina — Estáis muy callada, ¿No tenéis cosa alguna que aportar? — añadió solícita la hechicera.

— No, yo puedo cantar, bailar, recitar sevillanas sobre objetos de escritorio e interpretar cualquier cosa que no implique dar volteretas por los aires… y mis perros están amaestrados y pueden aportar lo suyo en el mundo escénico.

— Entonces — dijo el soldado — ¿La intención es distraer aldeanos?

— No sólo distraer. Tenemos que darles ilusión y esperanza… ganas de vivir en este pesado y opresor mundo que se cierne sobre ellos. Conjurar, en fin, sus temores.

— Pero Colorina, ¿Quién va a escribir la obra de teatro? — Apuntó Don Juan.

— Nosotros, por supuesto — dijo Colorina — no en vano somos un sindicato de escribidores.

Los escribidores se miraron en silencio.

— Bueno — dijo el soldado —, entonces… ¿esos son los deberes para el próximo martes?.

— ¿Una obra de teatro en una semana? — dijo asombrada Lady Hierbabuena — no digáis barbaridades que es muy temprano.

— Claro que no — añadió Colorina — una semana es poco tiempo, pero quizá podríamos ir preparando la idea general. Un relato de amor y aventura que hechice a los aldeanos.

Nuevamente se hizo el silencio

— Podría llamarse “El sueño de una noche en el pantano” — apuntó Colorina.

— Mal empezamos — dijo Sir Francis — ¿Podemos meter piratas?

— Y magos malvados, y princesas, y bellas hechiceras, y apuestos caballeros…

— No te entusiasmes Colorina, que de eso no tenemos — apunto Sir Francis.

— Nada hay que no resuelva un poco de maquillaje y buen attrezzo, Sir Francis.

— Me parece que hoy me voy a dejar la paga en cerveza — dijo el soldado — a ver si a luz de mis delirios se me ocurre alguna cosa que no aburra a la concurrencia.

— Es para el martes que viene, no estresarse por adelantado — dijo Colorina.

Pero era inútil, ya estaban todos estresados.

— Podríamos consultar al hada de la rosaleda, la sabia Rosana, que con tanto tino nos ha sacado siempre de nuestros bloqueos argumentales — apuntó Don Juan.

— ¿Eso no sería hacer trampas? — dijo Lady Hierbabuena.

— A grandes males, grandes remedios — dijo Sir Francis.

— ¿Es de alguien esta dentadura? — dijo el soldado — estaba en el suelo.

Y así, de esta sencilla manera, el sindicato decidió iniciar la peregrinación a la lejana rosaleda de las hadas. Y como Lady Yerbabuena dijo que llevaría un cesto con viandas para el camino, se constituyó oficialmente “La comunidad del cestillo”.

Y no, la dentadura no era de ninguno.

Durante el proceloso viaje se unieron Doña Vir de las arenas marinas y Doña Trudis de los abrazos calentitos… pero eso es otra historia y alguien tendrá que seguir con ella el martes que viene.

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