Julián miraba por la ventana de su dormitorio. Frente a él se alzaba un muro de hormigón salpicado de ventanucos que formaba parte de una antigua fábrica de hilaturas. Un poco mas allá, a su izquierda, una ruidosa avenida de circunvalación separaba su barrio de las zonas acomodadas de la ciudad. A su derecha, siempre que pegase la cabeza al cristal de la ventana, podía vislumbrar, al final del muro, las copas de los arboles del parque Rodolfo Cantero, única zona verde digna de mención en varios kilómetros a la redonda.
Era Nochebuena y sus recién cumplidos seis años no entendían porque no había nevado ni había abetos por doquier ni los niños jugaban con trineos y muñecos de nieve. ¡Mañana será Navidad!, lo correcto era que el paisaje se volviese como las ilustraciones de los cuentos que el tío Joaquín le regalaba cada cumpleaños.
Entre sus hermanos y él habían montado el belén… bueno, lo habían montado sus hermanos, Pablo y María, pero él había puesto los corderitos junto al pastor y se había guardado un cerdito en el bolsillo para ponerlo después, cuando nadie mirara, junto al niño Jesús.
La mañana había sido ajetreada. Estaba en su dormitorio porque, después de comer, le habían confinado en él de forma imperativa. Los días en que los adultos están ocupados en cosas se ponen insoportables, y ese día en concreto, venían a cenar el tío Joaquín, la tía Ágata y los primos Joaco, Lolo y Mimí. No estaba seguro, pero le parecía haber oído que también vendría la tía Martina con su novio, ese tipo larguirucho y bigotón que le cogía los mofletes y se los apretaba mientras decía tonterías… y como la casa se iba a llenar de gente, mamá estaba cocinando como una loca ayudada por Pablo y María, ya que papá, como todos los días, había tenido que ir a trabajar a la pastelería. Que papá trabajase en una pastelería tenia sus ventajas, pues en casa nunca faltaban cosas ricas que por alguna razón no habían podido venderse en la tienda.
Su mirada se dirigía hacia las nubes en busca de figuras reconocibles, pero el cielo estaba tontorrón y las nubes se negaban a adoptar formas graciosas. Una gaviota pasó volando por delante de él camino de un cubo de basura comunitario. Unos segundos después tres gaviotas más se unían al festín. A Julián no le gustaban las gaviotas. Una vez, una de ellas se llevó su bocadillo arrancándoselo de la mano y dándole un susto de muerte. Las gaviotas son malas por naturaleza y andan siempre hurgando en la basura. Pensó en lo bonito que sería tener un canario.
—¡Julián! —tronó una voz en el comedor.
—¡Ya voy! —dijo Julián saliendo de sus pensamientos.
Tras una corta carrera por el estrecho pasillo, entró en comedor.
—¡Recoge estos juguetes! —ordenó su madre señalando unos diminutos dinosaurios de plástico que se habían enseñoreado del aparador.
Julián, muy consciente de la situación, y de lo que traería consigo llevarle la contraria a su madre, recogió los muñecos uno a uno y se los llevó a su dormitorio para esparcirlos por la litera de abajo que iba a ser, a partir de entonces, el coto de caza de sus depredadores. ¿Podría poner alguno en el belén?
La tarde pasó rápidamente y antes de que nadie se diera cuenta, la mesa del comedor estaba perfectamente puesta y adornada. Julián se fijó en que, junto al aparador, había una mesa mas pequeña que tenía un bonito mantel de colores y unos platos de plástico amarillo. Dedujo que comería en ella junto a sus primos Lolo y Mimí que tenían aproximadamente su edad.
Al acercarse la hora de la cena Julián estableció su puesto de mando en el comedor. Vio como papá aparecía muy elegante con una corbata roja y su traje de los domingos, y mamá, que entró un poco después, llevaba un vestido verde que le sentaba muy bien y se había puesto pintura en la cara para estar mas guapa. Pablo y María se habían vestido como si fueran a ir a una primera comunión e incluso a él le habían obligado a ponerse una camisa blanca y unos pantalones con tirantes.
Sonó el timbre y apareció tío Joaquín con su familia y poco después volvió a sonar y aparecieron la tía Martina y su novio. Julián se escondió para que no le cogieran los mofletes, pero al final tuvo que salir a saludar y se los cogieron.
Tras un rato de alegre charla alrededor de unos cuencos con aceitunas y patatas fritas, mamá dijo que había que cenar y todos se sentaron alrededor de su mesa. María, Pablo y mamá fueron trayendo, ayudados por Martina, unas fuentes llenas de cosas ricas que no dejaban probar a los pequeños. A los peques nos pusieron también cosas muy ricas que no tenían verduras.
Los mayores brindaron con sus copas de vino y empezaron a comer. Y así pasó un rato bastante largo.
De repente sonó el timbre otra vez.
—¿Esperamos a alguien?, Alfredo —preguntó mamá a papá
—No que yo sepa —contestó papá mientras se levantaba de la mesa para ir a abrir.
Se hizo un silencio expectante a la espera de que se resolviera el misterio de quién era el que había llamado.
Papá apareció entonces con una caja de cartón entre las manos y dijo dirigiéndose a mamá:
—Adela, ¡mira lo que nos han dejado en la puerta!
Levantó la tapa de la caja y mostró su contenido a mamá que se quedó unos momentos sin saber que decir. Del interior de la caja salió un ladrido agudo y automáticamente Pablo, María, Julián y el resto de los niños se levantaron de la mesa y corrieron a ver que era lo que había la caja. Sobre un lecho de papel de periódico un cachorro de Labrador, de color canela, miraba asustado a los niños. Las miradas de todos se dirigieron a mamá que aún no se había manifestado al respecto. Julián, María y Pablo pusieron su mejor cara de súplica y mamá levantó la mirada hacia papá. Al ver que papá también ponía la misma cara, dijo:
—Está bien, ¡pero os encargareis vosotros de cuidarlo!
Mientras los niños saltaban de un lado para otro dando muestras de alegría, Adela se acercó a Alfredo y le dijo en voz baja:
—Has elegido un perro precioso, están entusiasmados. ¿Te ha costado mucho?
Alfredo negó con la cabeza y dijo:
—Me lo ha traído David de la perrera. Lo habían abandonado.
Pablo, que era el mayor, cogió la caja, se la llevó a una esquina del comedor e impuso un riguroso turno de caricias para que el pobre animal no se asustase. Después, pasaron el resto de la velada decidiendo que nombre le iban a poner.
Indudablemente, pensó Julián, ésta es la mejor Navidad de todas, y antes de irse a la cama se acercó al belén y puso el cerdito junto al niño Jesús.