Definitivamente…

Ejercicio: Crear un relato que empiece por la frase «Definitivamente, no tenía ni idea de donde estaba»


Definitivamente, no tenía ni idea de donde estaba. Me había despertado desorientado, con un dolor de cabeza espantoso y la boca seca como una mojama. Estaba tendido sobre unos sacos de arroz, en una especie de almacén. Me envolvía una densa penumbra. Las paredes eran de madera y olía a humedad y salitre. Traté de levantarme, pero no podía mantener el equilibrio. Dando traspiés anduve por un estrecho pasillo apoyándome en las cajas y fardos que llenaban el almacén. Una observación me hizo darme cuenta de la verdad. Los fardos y las cajas estaban atadas: era una carga perfectamente estibada. Sin duda, me hallaba en la bodega de un barco. Inmediatamente todo cobró sentido, no era yo el que tenía la sensación, el barco se balanceaba poniendo a prueba mi equilibrio. Agucé el oído y me pareció oír el sordo ruido de las olas rompiéndose al paso de quilla. Busqué una escalera para salir a cubierta.

En uno de los extremos de la bodega encontré esa escalera. Subí por ella y asomé mi cabeza por la escotilla. Una luz cegadora me recibió obligándome a cerrar los ojos un momento. Al volver a abrirlos vislumbré la cubierta lisa y brillante de un velero.

—Mi capitán —dijo una voz—, el pasajero ha despertado.

—Ayúdele a subir y condúzcalo al comedor —respondió alguien en alguna parte.

—¡A la orden!

De la nada salieron unas manos que me agarraron por un brazo tirando de mí hacia arriba. Las manos eran de un marinero bajito y entacado, ancho y fuerte como un gorila que se movía con una soltura incomprensible por la bamboleante cubierta del barco.

—¡Venga conmigo!, el capitán quiere verle —dijo como todo saludo.

Acompañé al marinero andando con inseguridad hasta el castillo de proa. Tras una puerta estanca se abría un largo pasillo con camarotes a ambos lados. Conté por o menos ocho pares hasta que me hicieron entrar en uno de ellos. Era un comedor pequeño pero bien pertrechado. Sentado a la mesa estaba el capitán.

—Siéntese señor García, está usted en su casa.

—Perdone mi impaciencia —dije sin saludar—pero, ¿que hago aquí?

—¿No recuerda usted nada?

—No, ¿Donde estamos?

—Estamos a unas 150 millas de las Islas Azores.

Me quedé de piedra. Dije lo primero que me vino a la cabeza:

—¿Qué día es hoy?… ¿Qué hora es?

—Es 28 de mayo y son las tres de la tarde.

—No puede ser —dije para mí en voz alta— me caso dentro de dos horas.

El capitán puso cara de asombro.

—¡No me diga!… pues me parece que no va usted a poder hacerlo.

Me quedé en silencio sin saber que decir. El capitán pidió al camarero un brandy para él y otro para mi. Tras beberme la copa de un trago, un poco mas tranquilo, supe por el capitán que la noche anterior alguien había depositado a escondidas mi cuerpo en la bodega. Por la mañana, tras varias horas de travesía uno de los marineros me encontró inconsciente e informó al capitán. Parece ser que prendido con un imperdible había sobre mi pecho un sobre que contenía una nota y el dinero necesario para costear un pasaje de ida y vuelta. Me dijeron que el barco pasaría una semana en las Azores antes de regresar a Cádiz. Se me vino el mundo encima. ¡Menuda despedida de soltero!. Pregunté al capitán si tenía un camarote para mí y pedí que me llevasen a él.

Y así empezó, sin yo quererlo, la aventura más grande de mi vida.

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