Situación: Encuentras un bolso rojo, ¿que hay dentro?
Llevaba meses en dique seco. La inspiración se negaba tozudamente a visitarme. Cada vez que me ponía a escribir, el teléfono móvil se ponía a dar alertas… las redes sociales se comían mi tiempo. Con el ordenador pasaba lo mismo. En cuanto empezaba a trabajar y me asomaba a Internet para verificar algún dato, pasaba media hora entretenido con tonterías. Tenía que hacer algo radical. Si la inspiración no venía, tendría que ir yo a por ella.
Llamé a mi primo Fernando y tras una breve conversación me ofreció su casita de Castiñeira, un pueblecito del interior de la Coruña. En un paraje idílico, en medio de un bosque, Fernando tenía un torreón de tres plantas en el que pasaba los veranos. Desde la tercera, convertida en una suite para las visitas, se disfrutaba de unas vistas espectaculares sobre el manto verde y frondoso del valle.
Rescaté mi vieja maquina de escribir portátil, adquirí un par de cintas de repuesto, hice una maleta como para sobrevivir un par de semanas y tomé rumbo a lo que ya denominaba “mi retiro voluntario”. Esperaba que sin internet, con poca cobertura en el teléfono y sin otra cosa que hacer que escribir o leer, apartado de toda distracción, pudiera dar caza a esa escurridiza inspiración que tanto tiempo llevaba evitándome.
Recogí las llaves del torreón en el colmado de Castiñeira que era donde mi primo dejaba una copia para ocasiones como éstas. Allí conocí a la señora que vendría a limpiar y, si así lo quería, a cocinar un par de veces a la semana. Gracias a sus indicaciones localicé sin problemas el torreón que estaba cerrado desde el verano anterior.
Abrí la pesada puerta de roble y busqué la caja de fusibles para dar la luz. Subí a la tercera planta que es donde iba a hacer vida, el resto de la casa, excepto la biblioteca, no pensaba usarla. Los pisos estaban unidos por una escalera de dos tramos, pero entre la segunda y la tercera planta, había una escalera de caracol que se metía directamente en el ático La suite era un estudio con una cama, una zona de trabajo y un cuarto de baño. Un amplio ventanal orientado al noroeste permitía disfrutar de una vista espléndida. También había una coqueta estufa de leña para los días de frío, pero dado que la primavera estaba haciendo ya su aparición, era muy improbable que tuviera que encenderla. A su vera, una butaca orejera de pana verde con una lámpara de lectura y un velador redondo completaban un conjunto que invitaba al recogimiento.
Dispuse la maquina de escribir y los folios sobre la mesa, frente al ventanal, y deshice mi escaso equipaje. Al abrir el armario ropero para guardar mis prendas, encontré, en la balda inferior, un bolso rojo de piel, bastante gastado, con uno de esos cierres de resbalón que lo hacían inexpugnable a los carteristas. Picado por la curiosidad, pensando quizá en usarlo para una de mis historias, llevé el bolso a la mesa para observarlo. Mientras en mi cabeza se materializaban las palabras correctas para describirlo, abrí su cierre. Dentro, en el ajado forro de seda, había un pintalabios, un par de horquillas, una polvera y una foto. En la foto, se veía una mujer hermosa, de sonrisa abierta y mirada alegre, vestida al estilo de los años cincuenta. Posaba apoyada en una mesa de piedra de esas que suele verse en los merenderos. A su lado, en la mesa, aparecía el mismo bolso que estaba examinando. En el dorso de la fotografía, con una letra elegante y picuda, se podía leer: Marianela, junio de 1957.
Estuve un rato contemplando la foto mientras mi imaginación volaba sin rumbo en un relato que la tenía a ella como protagonista. Imaginé su carácter, su infancia, las vicisitudes que la habían llevado a ese merendero, el secreto que guardaba el bolso rojo… Al cabo de una hora, sentado ante la máquina de escribir, con la fotografía reposando en el alfeizar del ventanal, tecleaba furiosamente una página tras otra.
La inspiración me había estado esperando en la Coruña, en una foto, dentro de un bolso rojo escondido en un armario.