Anam cara

Jhon O’flagerty levantó su mirada sobre los acantilados de Moher. Desde su posición, a lo lejos, se alzaba Doonagor, un castillo de murallas bajas con una enorme torre del homenaje que dominaba los acantilados. El castillo vigilaba la costa que, dada su orografía, constituía en si misma un muro infranqueable solo apto para pequeños contrabandistas y lugareños curiosos.

Cincuenta años de exilio voluntario, a cuenta de las hambrunas de los años veinte, habían devuelto a Doolin, su pueblo natal, a un Jhon que nunca llegó a americanizarse.

Las olas rompían contra las rocas en un ronroneo sordo y constante que, junto al inconfundible aroma del mar, trasladaban a Jhon a su infancia y adolescencia, a esa época anterior a que la miseria los sepultara en una irremediable Anábasis que les condujo a tierras muy lejanas para empezar desde cero, desde la nada, con lo puesto y la esperanza como único bagaje.

Mirando atrás concluyó que tampoco le había ido tan mal.

A los miserables primeros años años siguió una etapa de bonanza que le permitió ganarse la vida gracias a su esfuerzo.

Luchó en la Segunda Guerra Mundial encuadrado en un batallón de infantería norteamericano ya que Irlanda se declaró neutral durante el conflicto. Salió ileso pese a haberse encontrado en situaciones verdaderamente comprometidas… Él lo achacaba a la acción de San Miguel a cuya protección de consagraba antes de cada batalla.

Al terminar la guerra, abrió un pequeño comercio en lo que hoy es Quincy, a las afueras de Boston, y empezó a ganar dinero.

Casó con una jovencita (también irlandesa) que había llegado a America procedente de Cork, de familia campesina, pelirroja y bonita llamada Sheila O’leary. Con ella tuvo tres hijos: Margaret, Patrick y Fiona, un angelito que murió de difteria cuando apenas contaba cinco años.

Patrick estudió contabilidad y finanzas y pronto destacó como gestor de inversiones. Su éxito arrastró a toda la familia y en la década de los ochenta convirtió a sus padres y a su hermana en millonarios.

La felicidad asociada a la repentina riqueza duró poco. Sheila, debido a un cáncer de mama sin diagnosticar, se fue apagando poco a poco hasta que un lluvioso día de abril rindió cuentas de su existencia.

Tras la muerte de su esposa, Jhon decidió regresar a Irlanda.

Sus hijos se quedaron en América, labrando sus respectivos futuros y el de sus respectivas familias. Patrick siguió gestionando el capital de Jhon que, a estas alturas ya le permitía llevar una vejez rodeada de cuantos lujos quisiera permitirse.

Al llegar a Irlanda se desplazó hasta su pueblo natal alojándose en el Doolin Inn, el único hotel de cuatro estrellas de la localidad. Alquiló un vehículo y, sin perdida de tiempo, enfiló el camino a los acantilados. Necesitaba darse un baño de nostalgia.

Cuando tuvo suficiente brisa marina y rumor de olas, regresó al hotel, aparcó el coche y salió a dar un paseo antes de la cena.

Sus pasos le llevaron al McGees Pub, una cervecería tradicional donde servían también comidas.

Un confortable aroma a cerveza tostada le golpeó cuando cruzó las puertas del local.

Se dirigió a la barra para pedir una mesa. El camarero, un hombre de más o menos su edad, estaba atendiendo a una pareja en un extremo de la barra. Cuando terminó de servirles se giró hacia él. Luego, abrió mucho los ojos y exclamo:

– ¿Jhon?, ¿Jhon O’flagerty?… Maldita sea mi estampa si no eres Jhon “el niño” O`flagerty.

Jhon, sorprendido de que le hubieran reconocido, miró al camarero tratando de hacer memoria. De pronto sus ojos se iluminaron.

– ¿Robert Collins? ¿”el gordo” Collins? – dijo con una amplia sonrisa mitad alegría mitad incredulidad.

– El mismo! – dijo el camarero acercándose para estrechar su mano.

– ¡Que alegría verte, Robert!, ¡Cuanto tiempo!

– Si… mucho – dijo el sonriente camarero –, siéntate en la mesa del fondo que ahora voy para allá.

Fatty Rob cedió a su hijo el control de la barra y se encaminó con dos pintas de guinness a la mesa donde Jhon estaba sentado.

A esas pintas siguieron otras más y el tiempo, mientras se ponían al día, transcurrió alegre y dulcemente. Entrada la noche, Jhon regresó a su hotel pensando que, al día siguiente visitaría la casa, abandonada y seguramente en ruinas, de sus padres. Quizá la reconstruyese para habitarla. Robert le había contado de las reuniones que aún tenían los amigos de la pandilla un par de veces por semana… eso era mucho más de lo que había dejado en Massachuttses.

Una expresión vino a su mente mientras habría la puerta de su habitación: “Anam cara”, amigos del alma.

 

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