Los motilones bravos no bailan

Escribe un relato inspirado en la frase: «Los motilones bravos no bailan»


Sentado en la cama de su habitación, envuelto en ese aroma indescriptible, mezcla de tabaco, perfume barato y falta de ventilación, Federico trataba de poner en orden sus ideas.

Miraba el raído papel pintado y esa lámina enmarcada que mostraba una playa ibicenca llena de turistas. El Hostal Benítez hacía muchos años que había entrado en decadencia, pero para sus breves escapadas a Madrid, era el idóneo.

Era pequeño, céntrico, a pocos metros de una parada de metro y, como solía decir Federico, prácticamente invisible.

Se levantó del catre y abrió el armario ropero de estilo Provenza y bajó de su altillo la bolsa de viaje. La depositó sobre la cama y, abriéndola, sacó de ella su fiable Walter ppk de calibre 7,65. Verificó que los dos cargadores estuvieran llenos, alimentó el arma y puso el seguro. Luego la introdujo en una funda interior de su desgastada cazadora de cuero.

Con un profundo suspiro salió al pasillo y, sigilosamente, alcanzó las escaleras que le llevarían al vestíbulo. Como siempre, el mostrador estaba vacío. Un recepcionista que no está en su puesto no puede testificar sobre las entradas y salidas de sus inquilinos. Y eso es muy conveniente en algunas ocasiones.

Salió a la calle y se zambulló en la horda de turistas que recorrían la amplia avenida haciéndose selfies. En diez minutos llegaría al café Santa Isabel y desde un lugar discreto observaría la terraza y las inmediaciones. En cosa de media hora sabría a ciencia cierta si estaban vigilando el café y, de ser así, regresaría discretamente a la pensión y activaría el plan B.

Vio llegar a su contacto al que reconoció por la combinación y el color, previamente pactados, de su ropa. No parecía que le hubieran seguido, no detectó observadores, la cosa iba bien.

Sin bajar la guardia se acercó a la terraza del café y se sentó, de espaldas a su contacto, en la mesa de al lado. Abrió el periódico y esperó a que el camarero se acercase. Le pidió un café con leche y, mientras éste se alejaba, extendió el periódico frente a él, haciendo como que estaba leyendo. Lo elevó hasta que sus labios quedaron ocultos de miradas indiscretas y dijo en voz baja:

  • “Los motilones bravos no bailan”

Su contacto, transcurridos unos segundos contestó:

  • “Nadie en su sano juicio come brócoli”

La operación estaba en marcha.

Cuando el camarero trajo mi café, el contacto se levantó de su asiento, pidió la cuenta y se arrodilló para abrocharse un zapato. Aprovechando la postura y el hecho de que la gabardina ocultaba sus manos, deslizó un paquete de pañuelos de papel junto a mi silla. Cuando el camarero regresó con el tiquet, pagó y se fue calle abajo.

Terminé mi café, dejé caer el periódico sobre el paquete de pañuelos y me agaché para recoger ambas cosas.

Con el paquete en mi bolsillo, regresé a la pensión dando un rodeo para ver si me estaban siguiendo. A partir de ahora, hasta la entrega de la información, empezaba una carrera contra reloj.

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